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miércoles, 11 de septiembre de 2013

una de cobardes

(Con permiso de quienes conocen esta historia)

De joven hacíamos diabluras y disparates sin reparo ni escarmientos. De niños éramos tremendos, pintábamos los coches con aerosoles, de más grandes, tremendísimos. En el Liceo Militar cumplí la edad difícil de la pubertad. Nos burlábamos de la autoridad, la cultura… de los compañeros. Y si no fuera por ciertos códigos, quien sabe hasta dónde habrían llegado nuestros desvaríos.
Estábamos en formación de revista y un oficial intentaba imponer su autoridad. Creo que mal, pues ni me recuerdo el tema que hablaba. Su calva relucía al sol cuando no usaba la gorra reglamentaria. Y como en otras ocasiones no faltó el necio que gritó en la cobarde lejanía: “¡PELADO!”. Era el compañero a mi lado en la formación. La fatalidad hizo que pasara en ese preciso instante otro oficial de rango superior y le oyera.
-¡Quién ha sido!- bramó de inmediato. El compañero a mi derecha ya había enrojecido y comenzaba a hacerse más bajo y a temblar.
-¡Quién ha sido!... ¡o haremos echar a la mitad de la compañía!-
Ya pude sentir el miedo del resto del pelotón. El oficial se acercó a mi pelotón sabiendo el origen del grito y quedó en silencio mirándonos con desprecio y quemándonos con sus ojos. Rugió una vez más su pregunta y mi compañero ya estaba lagrimeando.
-He sido yo, mi Capitán- murmuró otro compañero. Le arrastró por la solapa hasta el calabozo donde pasó la noche más triste de esa academia.
El oficial que podría sentirse sobrepasado por los hechos o la resolución tajante de su superior, se quedó en el patio frente al resto de la compañía. Nadie hizo un movimiento, todos escuchamos un silencio macabro que habría suspendido cualquier brisa.
-Espero que todos aprendamos de esto. Y el que realmente dijo “pelado”, aparezca.
Dijo luego de una eternidad de minutos.
Allí algunos de los que estábamos, supimos de la gracia y la cobardía. Y como caballeros de acción y códigos, algo haríamos.
Al camarada arrestado le visitamos casi todos. Los amigos por los que arriesgó su carrera y otros, por los que no lo hubiera hecho. Y además le visitó el oficial insultado.
-Ya sé que no fue Ud., cadete- y sin más explicación le dejó la cena.
El cadete que cargó en sí el momento de tensión ganó una noche de calabozo y nuestra admiración. Sus padres no supieron de esa anécdota. Sólo soportaron dos fines de semana de arresto, ya sabían que su niño era de los “revoltosos”, sólo vieron en la hoja de conducta un tema de “desobediencia”.
El compañero que se escondió tras el insulto no duró una semana pues no soportó la presión de compañeros y oficiales, sabedores de su cobardía. Tal era su bravura, y tal era nuestro desprecio a los cobardes.

Una historia que recuerdo repetidamente en plena labor y desde el centro del campo de fútbol.
Uno o varios del público (a veces una o varias) lanzan insultos, desprecios o provocaciones.
“¡mira que es malo este árbitro!”, “¿has visto la manera en que corre?”, “¡vergüenza, debiera de darte!”, “¡ven aquí si tienes cojones!”… en el índice puedo poner una veintena que con pocas variantes se repite en todos los pueblos y cualquier año. No se dicen por mejorar una situación, corregir cosas que puedan subsanarse o dejar una apreciación o enseñanza. De ingenuos sería querer aproximarse a esas ideas.
En ocasiones se cae en la tentación de intentar aceptar esas conductas por la vía de la justificación. “uno va al campo a desahogarse”, “hay que defender al equipo”, “son así” o cuantas otras excusas se digan para poner una “razón” a ese comportamiento.
Si el público del partido se compusiera de esa “sola” persona, sin nadie más… nada de esto ocurriría. Las personas que se sienten con la “bravura” de insultar desde la distancia y entre iguales al árbitro, no respaldarían sus insultos si debieran de identificarse o defender en solitario sus palabras.
Incontables veces soporté ese error ajeno y hasta pensé en la posibilidad de si esos insultos continuaran en agresiones físicas luego de un partido. En todas esas veces el revoltoso se iría a tomar una cerveza al bar y hablar de bueyes perdidos con otros mientras el árbitro cargaba con la amargura del agredido.
Tal es la bravura del que lanza el insulto “por mi equipo”, “por mi hijo”, “por que el árbitro siempre hace así de mal” que no dará su nombre o responderá al llamarle a la calma. 

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