De joven
hacíamos diabluras y disparates sin reparo ni escarmientos. De niños éramos
tremendos, pintábamos los coches con aerosoles, de más grandes, tremendísimos. En
el Liceo Militar cumplí la edad difícil de la pubertad. Nos
burlábamos de la autoridad, la cultura… de los compañeros. Y si no fuera por
ciertos códigos, quien sabe hasta dónde habrían llegado nuestros desvaríos.
Estábamos en
formación de revista y un oficial intentaba imponer su autoridad. Creo que mal,
pues ni me recuerdo el tema que hablaba. Su calva relucía al sol cuando no
usaba la gorr a reglamentaria. Y como
en otras ocasiones no faltó el necio que gritó en la cobarde lejanía:
“¡PELADO!”. Era el compañero a mi lado en la formación. La fatalidad
hizo que pasara en ese preciso instante otro oficial de rango superior y le
oyera.
-¡Quién ha
sido!- bramó de inmediato. El compañero a mi derecha ya había enrojecido y
comenzaba a hacerse más bajo y a temblar.
-¡Quién ha
sido!... ¡o haremos echar a la mitad de la compañía!-
Ya pude sentir
el miedo del resto del pelotón. El oficial se acercó a mi pelotón sabiendo el
origen del grito y quedó en silencio mirándonos con desprecio y quemándonos con
sus ojos. Rugió una vez más su pregunta y mi compañero ya estaba lagrimeando.
-He sido yo,
mi Capitán- murmuró otro compañero. Le arr astró
por la solapa hasta el calabozo donde pasó la noche más triste de esa academia.
El oficial que
podría sentirse sobrepasado por los hechos o la resolución tajante de su
superior, se quedó en el patio frente al resto de la compañía. Nadie hizo un
movimiento, todos escuchamos un silencio macabro que habría suspendido
cualquier brisa.
-Espero que
todos aprendamos de esto. Y el que realmente dijo “pelado”, aparezca.
Dijo luego de
una eternidad de minutos.
Allí algunos
de los que estábamos, supimos de la gracia y la cobardía. Y como caballeros de
acción y códigos, algo haríamos.
Al camarada
arrestado le visitamos casi todos. Los amigos por los que arr iesgó su carr era
y otros, por los que no lo hubiera hecho. Y además le visitó el oficial insultado.
-Ya sé que no
fue Ud., cadete- y sin más explicación le dejó la cena.
El cadete que
cargó en sí el momento de tensión ganó una noche de calabozo y nuestra
admiración. Sus padres no supieron de esa anécdota. Sólo soportaron dos fines
de semana de arr esto, ya sabían que
su niño era de los “revoltosos”, sólo vieron en la hoja de conducta un tema de
“desobediencia”.
El compañero
que se escondió tras el insulto no duró una semana pues no soportó la presión
de compañeros y oficiales, sabedores de su cobardía. Tal era su bravura, y tal
era nuestro desprecio a los cobardes.
Una historia
que recuerdo repetidamente en plena labor y desde el centro del campo de
fútbol.
Uno o varios
del público (a veces una o varias) lanzan insultos, desprecios o provocaciones.
“¡mira que es
malo este árbitro!”, “¿has visto la manera en que corre?”, “¡vergüenza, debiera
de darte!”, “¡ven aquí si tienes cojones!”… en el índice puedo poner una
veintena que con pocas variantes se repite en todos los pueblos y cualquier
año. No se dicen por mejorar una situación, corregir cosas que puedan
subsanarse o dejar una apreciación o enseñanza. De ingenuos sería querer
aproximarse a esas ideas.
En ocasiones
se cae en la tentación de intentar aceptar esas conductas por la vía de la
justificación. “uno va al campo a desahogarse”, “hay que defender al equipo”,
“son así” o cuantas otras excusas se digan para poner una “razón” a ese
comportamiento.
Si el público
del partido se compusiera de esa “sola” persona, sin nadie más… nada de esto
ocurriría. Las personas que se sienten con la “bravura” de insultar desde la
distancia y entre iguales al árbitro, no respaldarían sus insultos si debieran
de identificarse o defender en solitario sus palabras.
Incontables
veces soporté ese error ajeno y hasta pensé en la posibilidad de si esos
insultos continuaran en agresiones físicas luego de un partido. En todas esas
veces el revoltoso se iría a tomar una cerveza al bar y hablar de bueyes perdidos
con otros mientras el árbitro cargaba con la amargura del agredido.
Tal es la
bravura del que lanza el insulto “por mi equipo”, “por mi hijo”, “por que el
árbitro siempre hace así de mal” que no dará su nombre o responderá al llamarle
a la calma.
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